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viernes, 16 de enero de 2009

Miles Davis: Kind of Blue




Puro Miles Davis

‘Kind of blue’ es uno de los mejores discos de la historia. Una obra maestra enigmática y sensual con la que Miles Davis reinventó el jazz. Cincuenta años después, se reedita un clásico imprescindible.Ocurrió en 1987. El presidente Reagan entregaba un reconocimiento oficial por toda su carrera a Ray Charles y convocó a ilustres afroamericanos. En la Casa Blanca se presentó Miles Davis, ajeno a toda etiqueta: pantalones negros de cuero, un chaleco encima de otro, chaqueta de esmoquin con una serpiente roja en la espalda. Cualquier otro sexagenario habría sido arrestado por hortera; él estaba por encima de semejantes consideraciones.
No todos los invitados eran conscientes de sus prerrogativas. Una incordiante dama de la buena sociedad de Washington se encaró con el trompetista y le preguntó malévolamente qué méritos tenía para estar allí. Miles fue a la yugular: "Bueno, he cambiado el rumbo de la música cinco o seis veces. Ahora, dígame: ¿qué ha hecho usted de importancia, aparte de ser blanca?".
Miles no exageraba, aunque un purista le podría reprochar que alguno de esos "cambios" no necesariamente fue positivo. Pero nadie le discutiría la belleza discreta de Kind of blue, el elepé que editó en 1959. Un disco que inauguraba el jazz modal, improvisaciones sobre escalas en vez de acordes. Una reunión de gigantes -contaba con el pianista Bill Evans y los saxofonistas John Coltrane y Cannonball Adderley- subordinados a la nunca explicitada visión de Miles.
Desde entonces, Kind of blue no ha dejado de venderse, alcanzando cifras millonarias. Varias generaciones de músicos, desde Quincy Jones a Pink Floyd, lo han incorporado a su lenguaje. Más que un gran disco de jazz, Kind of blue es el disco de jazz: la esencia de una música evasiva y cambiante. Funciona como contraseña para entrar en la secta de paladeadores de lo cool. Hollywood ha abusado de su carácter icónico: en Novia a la fuga, Julia Roberts le regala una copia -en vinilo- a Richard Gere, como si ella quisiera devolverle el favor por la educación mundana de Pretty woman. Mantiene propiedades curativas: lo escucha en casa Clint Eastwood, en su papel de atormentado agente del Servicio Secreto de En la línea de fuego.
Semejante fenómeno merecía todo un libro. Lo publicó Ashley Kahn en 2000 y hay traducción (Miles Davis y 'Kind of blue'. La creación de una obra maestra). Una indagación casi detectivesca sobre lo que ocurrió durante los dos días de 1959 en que se materializó. Problema: sólo vive uno de los músicos participantes, el baterista Jimmy Cobb. Un eficaz currante, pero sin perspectiva histórica: para él, inicialmente, se trató de otra grabación más. Entre los misterios a resolver: ¿deriva de sesiones improvisadas? De rebote: ¿está justificado que Miles firme como autor único?
A lo primero, cabe responder que sí, que fue una creación del momento. Davis podía llevar meses masticando la jugada, pero prefería que los músicos arribaran al estudio sin rutinas aprendidas: buscaba la respuesta fresca, la intuición inmediata. Además, tres de ellos tenían madera de líderes y convenía embridarlos. Eso exigía pasmosa seguridad por parte de Miles: en 1959 se entraba a grabar como si se acudiera a una iglesia y se asumía que todos iban convenientemente ensayados.
Como revelan los diálogos entre tomas, parte de los cuales se han recuperado para la edición del 50º aniversario, los instrumentistas pisaron cautelosa y relajadamente un terreno desconocido. Davis mostraba los rudimentos de cada pieza y se lanzaban a volar. Como cómplice, el pianista Bill Evans, por naturaleza y circunstancias, un hombre reservado. Evans argumentó convincentemente que él llegó con partes de Blue in green y Flamenco sketches. Pero en 1959 se aceptaba que la estrella de una sesión se atribuyera la autoría exclusiva de temas que se elaboraban bajo sus órdenes.
Y la estrella era Miles. Un superviviente: alardeaba de haber dejado a pelo la heroína, que destrozaría a Charlie Parker y tantos kamikazes del be-bop. Intimidante, a pesar de su hilo de voz: la leyenda aseguraba que se dañó las cuerdas vocales en una bronca con el propietario de un club. Miles no respetaba a esa especie e ignoraba sus exigencias: podía actuar de espaldas al público, oficialmente, para escuchar mejor a sus músicos (pero quería demostrar que no necesitaba hacer concesiones). Solía marcharse del escenario sin despedirse mientras su banda seguía tocando.
Los dueños de los locales tragaban. Miles atraía a una clientela apetecible: racialmente mixta y con alto porcentaje de mujeres. Era un jazzman con gancho sexual, tan seguro de su masculinidad como para expresarse, si le apetecía, con lo que muchos consideraban delicadeza femenina. Nada que ver con el genio atormentado de Parker o la exuberancia bonachona de Dizzy Gillespie: racionaba su trompeta, valoraba el silencio. Vestía impecables trajes de corte europeo. Conducía un Ferrari blanco. Se susurraba que mantenía una relación intermitente con Juliette Greco, ángel oscuro del existencialismo parisiense.
Kind of blue encajaba en su perfil de sibarita sensual. El mismo título exhibía una naturalidad coloquial: sugería que le preguntaron de qué iba el disco y él respondió que, bueno, que sonaba "como... triste". Después, Davis alegaría motivos más espirituales: que "pretendía evocar la presencia fantasmal de un coro gospel" que escuchó una noche en pleno campo. Alternativamente, que era su respuesta al pellizco ancestral de una kalimba, el piano de mano que le fascinó en un espectáculo de danzas africanas.
En 'Kind of blue' no se encuentran las melodías de Broadway que se tornaban filigranas en manos de Miles: domina el clima blues, aunque realmente sólo dos temas cumplen sus esquemas. En busca de resonancias extra, se ha sugerido que blue (azul) también insinúa aquí connotaciones eróticas: es el equivalente en inglés de "verde". Nadie se escandalizará si recordamos que Kind of blue fue accesorio indispensable para el estilo de vida que entonces preconizaba Playboy. Pero eso supone reducirle a artefacto de una época y una cultura, cuando se ha demostrado intemporal: el ambiente que crea este trabajo, a la vez robusto y sedoso, propicia la seducción. Seamos más específicos: sirve para los preliminares y para el acto, especialmente si se trata de "hacer el amor" más que de "follar".
Kind of blue pertenece a la era del elepé: hasta poco antes, los jazzmen estaban constreñidos por la duración de las placas de 78 revoluciones por minuto, lo que suponía destilar temas de alrededor de tres minutos. Esas convenciones todavía se respetaban cuando pudieron usar el soporte elepé. Pero no Miles: aquí hay piezas que se acercan a los 6, 10 o 12 minutos; nacen, crecen y terminan sin prisas. La tensión se resuelve con solos que reflejan el equilibrio de fuerzas de aquella cumbre de titanes. Bill Evans es un pianista ascético, casi impresionista, mientras Cannonball Adderley rebosa la fibra soul que en los sesenta le haría popular; Coltrane, que poco después realizaría Giant steps, parece un velocista apenas reprimido.
Miles administra su trompeta con economía. Como líder, no se deja intimidar por gente con más recursos técnicos o mayor gama expresiva; sabe lo que quiere sacar de sus asalariados, a quienes paga generosamente. Aunque artista muy competitivo, desprecia las olimpiadas del virtuosismo. Posee un lirismo tan efectivo como su sentido del drama. Finalmente, confía a muerte en su visión.
En 1959, Kind of blue sería batido -en ventas, en eco fuera del circuito del jazz, en reconocimiento mediático- por otro elepé lanzado por su misma compañía, el efectista Time out, de Dave Brubeck, que contenía el éxito Take five. Con su soberbia, cabe imaginar que a Miles se le revolvieron las tripas.
Además, un incidente le reveló dolorosamente el escaso respeto del que gozaba un negro, incluso educado y triunfador, en una urbe supuestamente liberal como Nueva York. Una semana después de publicar Kind of blue, actuaba en Birdland, el club de Broadway. Salió escoltando a una joven blanca que se subió a un taxi. Se quedó solo en la acera y un policía le ordenó que circulara. Se negó: "Estoy trabajando en el Bird-land y quiero tomar un descanso".
En segundos, la conversación derivó en discusión tipo quién-es-aquí-el-más-chulo. Un segundo policía lo resolvió atizándole con una porra. Sangrando, Miles fue arrastrado a una comisaría, donde pasó la noche antes de que pagaran su fianza: se le acusó de conducta escandalosa e intento de agresión. Le dieron cinco puntos de sutura y le quitaron la tarjeta necesaria para trabajar en locales nocturnos neoyorquinos. Era una sanción administrativa aplicada a drogadictos; complicaba la vida de un profesional del jazz, obligándole a tocar en ciudades remotas.
De no haber contado con testigos y con el respaldo del Sindicato de Músicos, ése podría haber sido el castigo de Miles. Sin embargo, su abogado amagó con una demanda de un millón de dólares y todo se diluyó: le devolvieron la licencia y retiraron los cargos. Algunos colegas urgieron a Miles para que llevara a juicio a semejantes matones con uniforme. En contra de sus impulsos, decidió darlo por zanjado: si quería seguir en Manhattan, mejor no enfrentarse al rencoroso Departamento de Policía. Con típico humor, luego comentaría un descubrimiento: una porra reglamentaria golpeando un cráneo no hacía be-bop, como se solía comentar; aquello sonaba más como un tamtan.






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